Después de los Himalayas
- María Camila Pulido V
- 6 oct 2023
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 2 nov 2023
“No sabemos qué somos capaces de hacer si no lo intentamos”
Las cosas no son para “los otros que sí pueden” todos somos capaces de aprender y ese precisamente es el sabor, el juego de la vida; explorar! Desarrollar habilidades, descubrir talentos y encontrar algo que es parte de ti y que no lo sabías. Conocerte, descubrirte. Las excusas serán miles, es más fácil que crear un nuevo hábito, que apostarle a lo incierto o al fracaso. Pero pensar en el final es adelantarse a los que aún no es. Algo lejano que se ve muy borroso, pero enfocarse en el día a día y en el proceso, esa es la recompensa en verdad.
Cuando subí los Himalayas en Nepal, al principio no tenía ni idea a lo que me enfrentaba en realidad y me gustaba así. Sabía que sería un reto inmenso pero no me quise enfocar en los detalles ni en preocupaciones. Preferí que la incertidumbre se instalara y se acomodara e hiciera lo suyo: un día la vez. El camino si era subida o era bajada, cualquiera era pasajera y bienvenida. Aceptarlo era atravesarlo con la certeza de que un nuevo paisaje iba a llegar. También creí que en un punto el frío iba a ser tanto que me iba a rendir, que cargar 8kg en la espalda subiendo a una altura sofocante iba a ser demasiado, pero mientras los días pasaban, me di cuenta que el dolor corporal de los primeros días, me tenían más fuerte y que mi aliento se había familiarizado con la atmósfera, que las vistas me consentían, me daban tanto en su quietud y mientras más andaba, el paisaje cambiaba y yo con él también. Ya el frío no lograba distraerme de lo grandioso y afiné pensamientos, solté todas mis quejas al viento y le empecé a echar leña a otro fuego; pensamientos más nutritivos, a la observación cautelosa para no perderme de nada, de todo lo que está visible pero desapercibido.
Aprender a escuchar el cuerpo que me habla en su lenguaje. Parar, descansar, comer lo necesario y dejar fluir las quejas que me daba por desacomodarlo de lo habitual y placentero, mostrándome que todo tiene un precio y que la recompensa de lo nuevo siempre es más emocionante que lo viejo. Apreciar lo pequeño, dejarse sorprender por el camino, dejar lo andado atrás por más bello o claro que haya sido, dejarle todos los dolores a las montañas, a las nubes y el viento que consuelan mejor que cualquier palabra y agradecer por tanta belleza de la que hago parte, una creación tan grandiosa y perfecta.
Y como si no hubiera sido suficiente, el lugar se despidió con una mágica nevada de copitos diminutos rebotando en mi nariz, derritiéndose en mí como un abrazo angelical que alivia y ahí bajaba yo livianita por la montaña, planeando como las aves, sintiendo el sol en la cara, la expansión de tensiones liberadas a sollozos y a carcajadas sueltas de gratitud.










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